LA HABANA, Cuba. – Hubo un tiempo en el que tuve irables libros escritos por gastrónomos que devoré apasionadamente, pero eso sucedió hace ya, durante aquellos años en los que aún transitaba por una muy temprana juventud, en aquellos tiempos en los que fui alejado de mi familia e internado en una de esas “escuelas en el campo” que salieron de la cabeza de Fidel Castro. 2n5v6m
En las becas comenzaría el desastre y también mi primera delgadez. Fueron los años del arroz desabrido y el boniato a medió hervir. Ahí comenzarían todos esos desastres que reconociera mi paladar y que siguieron hasta el día de hoy. Transcurrían esos años en los que los que cubanos agarrábamos una cuchara grande para salir pronto de ese entuerto en el que se convirtieron nuestras comidas, ese ratico en el que nos sentábamos frente a la bandeja de metal, cuando los cubiertos se reducían a una cuchara enorme y muy grosera.
Allí comenzaría el desastre para mí, pero también tuve la gracia de encontrar un tomo grueso: La ciencia en la cocina y el arte de comer bien, escrito por un tal Pellegrino Artusi. Su lectura fue buena, pero también fue mala, y es que a partir de entonces me volví más exigente a la hora de sentarme a la mesa. La bandeja de aluminio en la beca, y la cuchara enorme, se convirtieron entonces en muy destacados enemigos.
Y también me llegaría la gracia de encontrar ese tomo gordo que ya referí y que despertó en mí un deseo de saber más de las comidas. Creo que aquel descubrimiento ocurrió en esos años en los que estuve becado. Era un tomo enorme, al menos eso recuerdo, y también incomodo, sobre todo por el puntaje tan mínimo que usaron en la tipografía, pero aun así agradecí aquel encuentro con un libro que veía ciencia y arte en el buen comer.
Luego llegó esa pasión infinita por lo que escribiera M.F.K. Fisher, una pasión que hasta hoy dura. La Fisher era una mujer con una gran sensibilidad que volcaría todo su talento lo mismo en la cocina que en la escritura culinaria más exquisita. Del otro lado estuve yo, un hombre solo y con el estómago muy estragado, vacío, con ese desespero grande que siempre acompaña al hambre.
Del otro lado estoy yo, un hombre solo quizá desesperado que muchas veces se queda sin comer porque no hay nada para comer. Y con el estómago estragado, con el estómago vacío, con ese desespero que siempre acompaña al hambre, me siento yo a leer, para enfrentar unos deliciosos caldos griegos que burbujeaban en el libro, nunca en mis cazuelas.
Y yo no tenía más que media libra de arroz y un sobrecito con un polvo verde, muy verde, y decidí ponerlo en el agua con el arroz, y esa sería mi comida unos minutos después. Eso comí yo, el mismo que se interesa en ciertos libros de cocina. Yo, que he trabajado durante años, y escribí libros y gané premios, sentí como se me nublaba la vista, y a pesar de que me apoyara fuerte sobre el brazo de un sillón, me fui al suelo, y sobre el suelo me desplomé. Yo, que había leído tantos libros sobre la culinaria, me desplomé, y recibí entonces esa confirmación que se encarga de advertirnos que nada nos deja más indefensos que el hambre.
Yo había leído muchos clásicos de la culinaria, pero lo más importante no es leer, lo más importante no es ser culto. Lo verdaderamente importante, lo mejor, es comer como Dios manda, y eso vinieron a confirmarlo aquel mareo inicial, el tambaleo, y luego la caída, esa tristeza que me obligó a reconocer que ese mareo, y luego la caída, y la tristeza, salían del hambre. Y es que el hambre, como el insomnio, es una cosa muy persistente, tanto que hasta podría tirarte al suelo, y dejarte yerto, lo que por acá ocurre con muchísima frecuencia…